Plastic Life. Inicio

El taxista hablaba español. En su memoria aún podía ver su joven cuerpo tambaleándose cerro abajo por las calles de Valparaíso, flanqueado a un lado y al otro por ríos de alcohol y meado que esperaban pasar el año nuevo junto al mar. Guirnaldas se iban deshaciendo sobre su cabeza, dejando falsas estelas que habían hecho tropezar la suerte de más de una botella, desparramadas como cuchillas traslúcidas que adornaban los adoquines. Entre tanto espejismo parecía que estuviera bailando, contaba, mientras su sudor se ladeaba junto al cerro, y abajo porteños y turistas aplaudían entre gritos. Moreno, chico y achinado, entre la jocosa muchedumbre era un porteño más; lo rodeaban con sus caras rojas y sus sonrisas hinchadas, y aunque hablaban mal el inglés, escuchaban aún peor ese español etílico con acento del sudeste.

—Noh entendimah. Cualquieh cosa, cualquieh cosa decimuh, pero noh entendimah… Espaniol, sí… Yo habraba poquito espaniol, pero habraba.

El lenguaje común eran las risas y los alaridos, sin orden sintáctico ni respeto por los tímpanos de nadie, pero si algo estaba claro es que eran todos amigos. Entre ellos estaba El Chino, quizá su mejor amigo en el Puerto, un kioskero que sonreía con los ojos y alargaba demasiado toda conversa, pero esta vez, alegremente desplazado en su rol de falso extranjero, casi parecía haber quedado sordomudo. No era una posibilidad demasiado lejana: desde el mar explotaba una desafinada orquesta de fuegos artificiales.

La noche se extendía por kilómetros y kilómetros de silencio, y su voz se escuchaba con la claridad de las olas que revientan contra las rocas. Algo de apacible había en ese inacabable brotar del pavimento. Parpadeé con la mayor lentitud del día.

Una semana antes El Chino lo había llevado a un bar de esos donde las mesas tienen la superficie perpetuamente mojada y oliendo a humedad porque alguien había decidido que la forma más eficaz de limpiarlas era pasarles un paño empapado y sucio por encima en un par de apurados círculos. Les alcanzó para una sola ronda y terminaron tomando al fondo de un callejón, al pie de una escalera de piedra cubierta de plantas y rayados, pasándose un botellón entre basura y un perro polvoriento que se durmió contra sus muslos. El objetivo era enseñarle a ese tan parecido forastero la manera de tomar de los porteños, acaso así podía finalmente reemplazarlo entre los amigos chilenos, aunque fuera sólo en la fantasía. La noche había terminado con vómitos y tonadas de viejos lamentos, pero de alguna manera habían aprendido a hablar el mismo idioma.

La carretera estaba sumergida en la penumbra. A ambos lados dejaban caer sus sombras murallas de exuberante vegetación tropical, extendiendo sus hojas como gigantescas lenguas azuladas que se apilaban unas sobre otras para saborear el asfalto. A lo lejos, diminuta pero majestuosa, comenzaba a perfilarse una ciudad de cristal y concreto.

La mañana siguiente lo recibió con una dureza muy poco latina: estaba dado vuelta, como si alguien hubiera tomado su cuerpo y lo hubiera manoseado como a una chaqueta reversible. Los cerros no ayudaban; el rugir del mar tampoco. La ciudad se movía lentamente, entre un oleaje de cuerpos que se arrastraban y quebraban la voz, pero nadie parecía identificarse con su suplicio. La caña se pasa con mar y con mariscos, decían los porteños, y luego sonreían con los ojos llorosos, dejando entrever un destello de algo cercano a la esperanza.

—Una ciudah pasaa’ a caña.

Me asaltó una risa de añoranza. El acento era perfecto. Aún. Había sido, quizá, hace treinta años. Puede que él no lo recordara con exactitud, o puede que confundiera el nombre de algunos números. Pero las imágenes de aquella noche habían quedado en su memoria para siempre, grabadas como explosiones, inmunes al efecto de la resaca en su pequeño cuerpo, más acostumbrado al picante que al alcohol.

—Yo recoerda la gente frente el mar y loh foegoh al cielo… y la cara… la cara de la gente con la luz… —El taxista miró de soslayo las luces del panel. Buscaba las palabras. La noche era profunda.

—Iluminadas —apresuré.

—Liminadah con el foego… ¿Kumu dice?

—Fuegos artificiales.

—¿Atificialeh? Sí…

Ya las altas luces de la noche iban cayendo sobre nosotros; ahí su rostro, unos ojos que se arrugaban, una piel de un color oscuro y quebrado.

Kuala Lumpur se abría con ese vasto espacio negativo que dejaban las sombras de los rascacielos, esa pureza de ángulos rectos tan poco común en el saturado sudeste asiático.

Pero quizá se abría ante mí algo más, algo de dimensiones y formas indefinidas. Sentí el clásico síntoma de mi ansiedad: un vacío que me chupaba el estómago, una sensación casi idéntica al efecto de la gravedad sobre el cuerpo cuando despega un avión, el mismo que había sentido un par de horas atrás al dejar mi querida Bangkok. Querida y caótica. Esta nueva ciudad parecía más simple, quizá más concreta. El vacío que dejaban sus edificios al proyectarse matemáticamente sobre los vientos de la noche definitivamente me devolvían algo de paz. Podía escuchar una débil melodía de violines que se cargaba de iones para cruzar de un lado al otro mis oídos. Quise sumergirme en esa orquesta con todo el peso de mi somnolencia, pero el ensueño acabó en estruendo cuando sobrevino el segundo síntoma del despegue: ¿se me había quedado algo? Las cosas olvidadas en Tailandia eran innumerables, pero mi mochila estaba entre mis piernas, la billetera en el bolsillo izquierdo y el celular en el derecho; la dama de hierro que llevaba por equipaje no tenía razón para moverse del maletero; algunos pocos billetes en ringgit, el collar de la vidente, los cartoncitos de LSD y la carta que aún no había decidido si se la entregaría, todo en sus respectivos lugares como había ensayado mentalmente tantas veces ante tantas partidas. Nunca perdí la costumbre. Todo en orden.

—Todo en orden —dejé escapar.

—¿Kumu?

—Nada, todo bien.

—Kuala Lumpur te vah amar, muchacho. Mucho cosah esconden esta ciudah.


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