Estambul, el loco y colosal Estambul, tan de colores, tan de cerros como Valparaíso, que te entrega ese sutil sentimiento de comprensión, que te atrapa susurrándote que aquí sí, que aquí puedes vivir tu dolor. En serio, a mí me da la impresión de que todos los que trabajan en este hostal están aquí porque tienen el corazón roto. No sé, es una sensación, algo que se ve en esas soledades tan repentinas y desvergonzadas, como un acuerdo tácito a respetar el espacio que cada uno guarda en su interior para las lágrimas. No, no creo que sea fantasía, yo sé que habría que pensar que así son los viajeros, cada uno un poquito encerrado en su propia cultura, un mínimo autismo alegre al que nada habría que cuestionarle, pero ¿qué me dices de esas imágenes que se aparecen tan como en una película de suspenso al atravesar una puerta con un balde lleno de jabón? La figura de la niña rusa ahí en medio de la lavandería con su carita redonda toda húmeda bajo la tenue luz amarilla de la ampolleta, ahí nomás parada en el centro de la lavandería como ida, los ojos que no reaccionan ni al comentario gracioso que desde mi propia soledad intento lanzarle como una cuerda que ambos necesitamos por igual. O el ruso bajito, tan misterioso bajo su fedora, tan duro y serio al principio y luego ese cariño que transmite con una pura mirada irónica, ahí el ruso en la terraza haciendo unos movimientos tipo yoga o tai chi, pero entonces la espalda le llega al suelo y la mente se le pierde en algún lado, los ojos se le van al cielo y las manos algo intentan agarrar pero siempre desde la renuncia, desde el no sé si valga la pena volver a levantarse. Y es tan reconfortante darse cuenta de que todos lo saben, de que aquí cada uno se comprende y se respeta sus soledades pero con esa mínima gota de cariño, como la niña rusa deteniendo su carrera a la cama en mitad de la escalera para lanzarme un How are you? Un How are you tan preciso justo en ese momento en que todo se me quebraba por dentro mientras hacía el esfuerzo por no quebrar los vasos que estaba lavando detrás de la barra. Y las noches, el calor quieto de las noches, donde quién sabe por qué todos saben tocar el ukelele, jugar Uno entre risas porque todos se entienden los acentos sólo a medias, siempre con un par de huéspedes que se unen a la mesa porque saben que así es como se viaja realmente.
Así se encumbraban las noches, repletas de una música desenfrenada que agitaba las calles al ritmo de botellas de cerveza y vendedores de helado que se movían como cocainómanos. ¿Costaba dormir? Los primeros días quizá, luego la locura turca se asentaba en la forma de tu oreja y te obligaba a meditar a punta de sudor.
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